lunes

cuentito

De tu espalda curtida por el sol, conocedora de los mil mares asoma una joroba, que es más bien un monte oscuro, o mejor dicho, una montaña negrísima.
Bien recuerdo aquel día de enero en que tu joroba floreció. El calor hacía que mis huesos pesen como cadenas de plomo, y pensé que mi esqueleto en eslabón sólo precisaba un par de grilletes haciendo juego para formar un precioso collar prisionero.
De trabajar ni hablar, el calor no lo permitía, y solo los afortunados lograban dormir sin derretirse en sus sueños.
Caminamos los tres kilómetros que nos separaban del mar y no pronunciaste palabra. Tu cara morena y pálida tenía los ojos fijos en el horizonte azul que asemejaba un oasis inalcanzable, a pesar de que lo visitábamos todos los días. Parecías haber muerto, pero tu cuerpo aún caminaba pesado y ansioso.
El sol había comenzado a bajar y las chicharras grandes como sapos chillaban con un silbido agudo y creciente, y cuando parecía que iban a explotar comenzaban a producir un sonido intermitente hasta que al fin, el silencio. Más a lo lejos se escuchaba otra chicharra que posiblemente contestaba a la petición de la nuestra, o la incriminaba por ser haragana, gorda y gritona, y si así fuese, bien merecido lo tenía.
Habiendo recorrido los dos primeros kilómetros noté que habías comenzado a temblar. En un principio fue leve y lo atribuí a tu edad, pero a medida que nos acercáramos a la bahía el temblor empeoraba, aún así no omití palabra, tu silencio invitaba al mío y sentí que romperlo sería una falta importante en aquella fiesta de mudos.
Restando ya algunas cuadras para llegar comenzaste a respirar con dificultad y te sostenías la cintura con ambas manos, como si cargases con el peso de un gordo sentado de culo contra tu espalda. Apoyé mi mano en tu hombro y lo sentí frío y escurridizo, como el interior de una ostra. Emanabas un olor a sal y a rancio que hizo que se me revolviese el estómago y me obligo a voltear la cara en la otra dirección para alejarme de ese bao putrefacto.
- ¿Se siente bien? - Inquirí
- Falta poco - respondiste con la boca seca de saliva y de palabras.
No me volví a animar a pronunciar sonido hasta que llegamos a la playa.
El sol había finalizado su función y se escondía tras un telón naranja para dar lugar al siguiente acto. Con el mismísimo infinito de fondo, las brillantes bailarinas acompañaban la entrada en escena de su protagonista, que redonda como un queso y vestida de plata para la ocasión, no imaginaba los eventos que se llevarían acabo aquella noche.
Llegamos en la playa y al acercarnos a la orilla nos encontramos con un par pescadores que discutían agitadamente. Me acerqué a ellos para enterarme que sucedía. Mi madre siempre reprochó mi iniciativa por informarme de situaciones ajenas, “la curiosidad mató al gato, ¿sabes?” siempre me decía, “a la gente no le gusta que se metan en sus asuntos, que son de ellos y de nadie más”, a lo que yo respondía con un bufido, un “si mamá” y un contundente caso omiso.
Resultó ser una discusión de borrachos, los dos hombres se habían pasado todo el día en el mar sin conseguir un solo pez, lo cual para estas zonas es extremadamente extraño, y para matar el tiempo, lo atacaron con cerveza. Ahora debatían acerca de quien era el culpable de la situación.

- Le digo yo compañero que esto es mi culpa, hace semanas que no rezo porque estaba enojado por la mala pesca, esto tiene que ser resultado de mi ingratitud - Le chillaba entre lágrimas uno de los pescadores al otro.

- No amigo mío, no es su culpa, usted es un devoto cristiano. Esto debe ser culpa mía por gastar las ganancias de la pesca en bebida en vez de comprarle un vestido nuevo a mi esposa.- Respondía el otro pescador angustiado por ser un marido desconsiderado.

- No, no, le digo que la culpa es mía compañero. - Y continuaban culpándose a sí mismos monótonamente por ser malos cristianos y malos maridos. La charla beoda terminó por aburrirme y volteé para comentarte sobre aquellos pescadores, pero no te encontrabas a mi lado.

Estabas arrodillado a la orilla del mar, habías acurrucado tu cabeza entre tus piernas y el agua bañaba tu frente en un fresco vaivén. A la distancia, y bajo la luz blanca de la luna solo lograba ver una sombra negra, y por la posición que habías adoptado tu joroba parecía aún más grande de lo común, estaba inmensa. Seguías respirando con dificultad y el gran monte sobre tu espalda se elevaba con cada inspiración y descendía al librarte del aire. La respiración parecía acelerarse cada vez más, al punto en que el monte vibraba como el Etna previo a una erupción.
Recuerdo observarte con extrema quietud, como quien no quiere perturbar a un animal salvaje en su hábitat. No podía pensar en nada, el calor que parecía incrementar con el ascenso de la luna no me lo permitía, y todo mi ser se manifestaba a través de mis ojos que no podían apartarse de tu figura negra, vibrante, tendida como una tortuga de carbón en la arena esperando a desovar.
Tu joroba negra se comenzó a tornar carmín, colorada, de un color incandescente como el interior de un volcán, roja como la sangre que te recorre el corazón. La arena bajo mis pies vibraba al son de tus latidos. De la cima de la montaña veo asomar una figura simétrica, como dos trapecios espejados por sus caras superiores, se movía con velocidad de un modo muy elástico. La figura continuó moviéndose hasta despegarse completamente de tu joroba y tomar la forma de un pez enorme, plateado, que brillaba más que la misma luna sobre el mar. Otra figura con las mismas características volvió a surgir de tu espalda, esta vez de un brillante azul celeste.
Una y otra vez tu joroba escupía criaturas luminosas de colores brillantes. Como fuegos artificiales despedía peces de miles de colores, tortugas amarillas como el oro, pulpos negros que brillaban entre destellos y luminosas ballenas blancas como las del cuento. Una por una, tus criaturas de ensueño danzaban en el cielo oscuro y se mezclaban con las estrellas para luego zambullirse en el mar. Estrellas de mar verdes como esmeraldas se encadenaban en una gargantilla de piedras preciosas para la luna. Vi delfines rosados, cangrejos turquesas, ostras naranjas como el atardecer, y todo tipo de criaturas fantásticas que habitan el mar desprenderse de tu cuerpo oscuro en la arena esa noche. Todos luminosos, todos brillantes, todos bailaban al ritmo del viento y todos se dirigían al mar que despedía luces de todos los colores y las reflejaba en el cielo.
Uno de los pescadores, boquiabierto, admirando la escena que estabas pintando en el cielo, dejó caer su botella de cerveza en la arena.

- Vió compañero, yo le dije que la culpa era mía.
- Tenía usted razón amigo mío. - replicó el otro pescador.
Sombras sólo son, más ya no me acompañan, vago en eterno mediodía y mi reflejo de luz me rehúye, me niega.
Ya no quiso ser solo una sombra, mi sombra, y partió una noche cuando en la oscuridad se fundía.
Largos caminos habrá recorrido, ya la imagino, refugiada del día dentro de algún árbol o en algún sombrío sótano en la ciudad. Tal vez visitó iglesias y se cobijó, llegada la noche, cerca de algún lago, de ésos que se enamoran de la luna y la duplican en su piel.
Habrá danzado en la negrura de la selva junto a árboles milenarios, trepando por sus ramas y volando por entre sus copas. Recorrió ciudades antiguas, llenas de misterios e historias de desamor y muerte.
Suspiró por los idos una noche de invierno en un cementerio de Edimburgo, dónde la humedad se te cuela por los huesos y el verdín trepa por las paredes de piedra. Quizás conoció la lejana tierra del Japón y enloqueció por alguna sombra de aquellas floridas, finas y sutiles que habitan ésos lugares.
Ya no la lloro, a mi sombra, pero la espero de vuelta una de éstas noches, de ésas en que la oscuridad se escurre por la ventana de mi cocina, ya la veo, deslizándose deliciosa y en silencio por las rendijas. Y nos sentaremos juntas, lo sé, y compartiendo un licor en lo negro de la noche, me contará acerca del mundo.

de la pretención

Escupirte el veneno, la furia, la sangre.
Escupirte la cara y luego pretender amarte.
Cuidado con la marea que sube negra como brea,
anda, escápate nena, vuelve a la arena.
Tirémosnos entre las rocas a tomar sol como idiotas,
que cuando tu mano me toca,
el mundo queda helado,
y yo sin un costado que ofrecer,
me entrego de frente.
Camino cabizbajo por el sendero de la espera,
ahí donde se unen el cielo y la tierra,
y las nubes danzan bajo.
Camino sin rumbo,
y pocas son las cosas certeras,
mis pies en la arena,
y vos que ya no estás.

sacarse la mierda

Cristalizar mi dolor implica dejar de mentirme, sincerarme conmigo y con todo lo que me rodea. Ser una sola persona conmigo y con mi dolor. Personificarlo. Darle amor y forma, transformarlo en una criatura desde el aire, desde la nada.
Llamarlo por su nombre y permitirle respirar por su cuenta, que posea un corazón y ojos para admirar su alrededor.
Éste dolor que nacerá de mí y por mí, se transformará en un ser independiente que un día partirá de mi lado y adolecerá por sí mismo.
De suelas contra el piso contempla erguido la estación,
un sol naciente le baña el rostro y le frunce la expresión.
Pensando en nada espera que pase el tiempo que galopa cruel y veloz,
él lo siente áspero e inverosímil.
Parece mentira cuánto tiempo en tan poco espacio,
y tanto lugar tan rápido.
Las cosas, todas, le giran alrededor.
Sueño a menudo que muero. La última vez que morí fue en Méjico, de un tiro al cuello.
Un hombre saltó una pared roja sangre, alta, y mientras caminaba decidido por un patio interno, desenfundó una pistola y caí muerta. Sin explicaciones, sin prejuicios ni vacilaciones, sin saber quien era yo o quién era él, ni que hacíamos en aquel lugar.
Entonces entendí que era un extra en mi propia película, de ésos que matan y a nadie le importa un carajo, total, lo bueno está por venir, lo demás son intermedios.