lunes

Noche de amigos

- ¿Estás durmiendo?

- No puedo, hace días que no logro conciliar el sueño.

- ¿Sabés qué? Te voy a ayudar.

- Gracias, ¿tenés “melatol” en la mochila o algo así? Yo me olvidé de traer cuando la armé.

- No, esto es mucho mejor. Te voy a contar un cuento.


Había una vez…

- ¿Había una vez? No tengo diez años Carlitos, estoy peludo ya.

- No seas adulto ¿querés? Que los mejores cuentos que una vez me contaron, empezaban con “había una vez…” Además, vos pensá en todas las cosas que relegamos al crecer, y no porque debamos, porque… no tengo idea porqué. Por ejemplo, dejamos la chocolatada por el café, las gomitas de colores llenísimas de azúcar por los chicles de menta sin calorías, y los “había una vez” también los dejamos. Estoy empezando a pensar que dejamos todo lo bueno che.

- Está bien Charly, esta bien, no te me pongas nostálgico. Te escucho.

- Como te decía…


Había una vez un balcón, un balcón pequeñito que lograba albergar a dos personas de pié, a lo sumo tres bastante incómodas. El balcón, que no soñaba, ni tenía grandes aspiraciones, pues claro, era solo un balcón, miraba a la calle del mercado central.
Como una gran manta de retazos, los toldos de todos los colores llenaban de vida la calle principal y se ramificaban en las calles contiguas. El pollero que subía el precio de la mercadería cada dos semanas y ante cualquier reclamo culpaba a la inflación y a “éste país de porquería”, estaba perdidamente enamorado de la forma en que Susana disponía la fruta en el puesto contiguo. Cualquier excusa era buena para asomarse y ver como sus finas manos de porcelana tomaban las manzanas sólo con la yema de los dedos y las depositaba cómo frágiles piezas de cristal una sobre otra.
Frente al puesto de las frutas se encontraba Silvio, que vendía libros nuevos y usados, y extasiado de la vida recitaba escritos de su autoría a quien se detuviese a husmear literatura. -“Y de las flores color sangre, chorrea lenta y pulposa miel que nace de su centro y recorre los pétalos, como queriéndolos conocer. Se desliza atemporal, suave, hasta el borde de su corona de color. Se detiene al abismo y aguarda unos instantes al salto mientras se emborracha de vértigo melaza y de dulce carmín…”
Una noche, no tan diferente a las otras noches, el bosque que rodeaba el castillo se inundó de una niebla espesa que nublaba la visión de cualquier caminante que…

- Pará. ¿Había un castillo? ¿De dónde salió el bosque, no estábamos en un mercado?

- También había un castillo y un bosque. Todas las buenas historias tienen un castillo y un bosque, le dan un no se qué de misterio ¿no? Hoy en día ya no hay misterio en nada Cachito, las minas bailan en tetas a cualquier hora en la televisión, la gente te cuenta impúdicamente lo más íntimo de su vida a la segunda vez que te la cruzás, ya no dejan lugar para la imaginación. Me acuerdo que de pibe miraba a mi tía colgar sus camisones en el patio de casa y me ratoneaba de sólo imaginármela…

- Está bien, había un bosque y un castillo, ¿entonces?


El bosque que rodeaba el castillo era habitado por las más fantásticas criaturas que se alimentaban de la luz de las estrellas. Pero esa misteriosa noche en que el bosque se inundó de niebla no fue como otras noches, había algo raro en el ambiente, un olor ácido se esparcía a toda velocidad por entre los árboles y secaba la hierba.
La niebla que llego esa noche, nunca se retiró, y las estrellas en el firmamento comenzaron a ser solo un bello recuerdo. Los habitantes del bosque lentamente se debilitaban y uno a uno fueron desapareciendo. Trot, el líder de la tribu, enloqueció y empezó a practicar sacrificios ni bien llegaba la noche. A la mañana siguiente, todos debían preparar sus caballos y sus armaduras para comenzar la cruzada al desierto que los liberaría de…

- ¿Cruzada al desierto? ¿De que me hablás Carlitos?

- Toda buena historia tiene una aventura y un héroe Cachito, me extraña. Pasa que hoy es todo tan fácil que con un botón lo solucionas todo. Ya no hay héroes, ni aventuras, ni comida casera, es todo envasado, botón-botón, al microondas y se terminó. Y es como en las historias Cacho, la comida de ahora es como las historias de ahora, no tienen gusto a nada. La vieja cuando hacía la sopa no abría un sobrecito con polvo y…

- Hagamos una cosa Charly, nos hacemos unas buenas chocolatadas calientes y te cuento yo una historia, ¿qué te parece?

- ¡Buenísimo! Pero que tenga una princesa en un torre ¿eh?, toda buena historia necesita algo de romance…

- Si Carlitos, ya lo sé...

a nico que sueña

Anoche soñé con vos, íbamos a cenar a un lugar donde había muchos muebles viejos con estampados de colores. Pedíamos de comer, y el mozo nos traía los platos con un pato blanco para acariciar mientras comíamos. Detrás tuyo, una mujer con un peinado alto golpeaba a toda velocidad las teclas de una maquina de escribir que tenía sobre su regazo, "Señor mozo, la sal por favor"- tac tac tac tac tac, clin. La señora de pelo cano registraba con asombrosa rapidez. Un humo rosa invadía la habitación y vos me observabas ausente mientras recorrías el lomo del pato con tus dedos índice y mayor.

Una y otra vez, suave y armónica, peinabas sus plumas lechosas hasta que el ave cantó su voz de arpa. Ahora que lo pienso nada de esto tiene sentido, sin embargo la escena me embriagaba de una sensación de bienestar y no podía dejar de mirarte mientras hacías música con el plumífero. Se sintió correcto, perfecto, vos, yo, y el pato-arpa, como siempre tendría que haber sido.

La comida comenzaba a perder temperatura en el plato y la habitación se vació de humo y palabras. El pato terminó su pieza y la mecanógrafa retomó su labor. Lo único que podía oír ahora era el ruido seco del golpeteo que resonaba con eco en la habitación y reverberaba en mis oídos tac-tac-tac-tac, cada vez más veloz tactactactac, cada vez más fuerte TACTACTACTACTAC. ¡Carajo!, recuerdo haber pensado, ésta señora debe estar furiosa. El sonido se multiplicaba en la habitación y se tornaba grave, como quien oye una estampida de elefantes. En efecto, la habitación comenzó a temblar, vos sostenías al pato entre tus manos y tu mirada seguía fija en mí. La señora escribía. Me invadió una sensación de vacío y un escalofrío me recorrió el pecho, el cuarto estaba helado. Me sentí chiquito, ínfimo, perdido en soledad en medio de todos esos estampados de colores brillantes que ahora, carecían de vida.

De repente todo quedó quieto, y eso se sintió aún peor. Te levantaste con el pato en las manos, lo depositaste en mis piernas y te fuiste por la puerta por la que habíamos entrado.

jueves

De los animales y sus mascotas

Tras innumerables discusiones nos resignamos por llamarlo Cegled, nombre de fábrica con el cual nos fue entregado. Nombre, por el cual se gastaron minutos preciosos; minutos y horas deletreando y pronunciando moduladamente “Ce-gled”, para que éste o aquel invitado, amigo de la familia o curioso transeúnte amante de la especie, comprenda que sí, en efecto, así se llama mi peludo amigo. Ceglu, como nos gusta llamarlo en la intimidad, es un Vizla modelo 2002, es decir que a pesar de haber perdido el brillo de la novedad y la ternura de la juventud, se está convirtiendo en un clásico.
Cuando en ocasiones me encuentro a solas con él, solemos tener conversaciones profundas, trascendentales e incluso de un calibre filosófico envidiable. Es como muchos otros, un confidente fiel de quien necesita descargarse y conservar la razón en el asunto mientras lo hace.

Así bien, me encontraba una mañana, hace no muchas mañanas atrás, conversando con Cegled acerca de la falta de escrúpulos de algunas gentes. De cómo con la edad devienen libertades y así también responsabilidades, y de que tomarse las libertades sin luego hacerse cargo de las consecuencias, es simplemente, una grandísima sandez.
Sentado sobre sus patas traseras me escuchaba con atención, y sus ojos miel, grandes como dos nueces me seguían atentos mientras me paseaba colérica por el pasillo que va del baño a la habitación. “Vos me entendés, ¿no Ceglu?, o sea, ¡no podes ser tan pelotudo!, porque una cosa es que seas mala persona, que me revientan las malas personas, pero otra cosa muy distinta es ser un pelotudo. De las malas personas siempre sabes que esperar, pero los pelotudos nunca sabes con que te van a salir, y lo peor es que ¡no lo hacen con maldad!, ¡lo hacen de pelotudos!”
Con la boca llena de rabia mentolada y agitando el cepillo de dientes en el aire, como quien sostiene una espada y con oratoria envidiable dirige un ejercito de valientes a la batalla, me explayaba monótona y soezmente acerca de una pelotuda que conocía, mientras mi lindo perrito escuchaba con atención y asentía con una solemnidad inmóvil que solo un dueño sabe apreciar.
Nos interrumpió un escándalo que venía de la calle, y curiosa me acerqué al balcón de mi habitación para enterarme que estaba sucediendo.

Resultó ser que de la otra vereda, justo enfrente de mi vecina Selva, que perfectamente prolija combinaba sus botas de cuero color arena con una campera a tono, un perro atacaba a otro por el cuello.
Dos señoras de alrededor de sesenta años paseaban a sus mascotas cuando una de ellas, una bestia negra de pequeñas orejas puntiagüdas, con mandíbula redonda y cara aplastada, que a mi parecer era portador de una dentadura de más de cien piezas, tomó por el cuello al otro. La segunda mascota, un perro de raza perro ya entrado en edad, de color del calzado de mi vecina, emitía un sonido que me asemejaba al de una foca mientras era tironeado por una correa y zarandeado del cuello por los mil dientes del perro negro. La dueña del perro atacado gritaba en alaridos estremecedores “¡basta, basta, por favor, basta!” mientras la otra dueña sostenía a su Pitbull por el collar que le vestía el cuello.

Uno por uno, atraídos por los alaridos, los vecinos se fueron acercando a la escena. Un gomero que transitaba la calle le revoleó por la cabeza una llanta de auto al atacante sin producir el más mínimo efecto. De la casa de mi vecina salió un albañil portando un aerosol, y con muchísima cautela y cagado hasta las patas, se lo aplicó en los ojos al perro. Nada de nada, el perro no soltaba a su víctima. De lo de Selva, detrás del albañil aparece el jardinero cargando un balde de agua helada que vació sobre los perros, logrando únicamente que el perro negro sacudiera una vez más al otro y que su dueña entrase en un estado de histeria aún mayor.
El pobre animalito que estaba siendo masticado por esas fauces en forma de trampa para osos, emitía unos aullidos desgarradores, que acompañados por los gritos desesperados de su dueña hacían que se me revolviese el estómago. No lograba ver la situación con total claridad, pero ya podía casi imaginativamente visualizar un charco de sangre negra que rodeaba al can dorado. A mi lado, Cegled ladraba desde el balcón.

Recordé que la noche anterior, en una cena de amigos en la cual elegantemente devoramos pizza barata de servilletas de papel y bebimos cerveza del pico, alguien habló sobre perros.
Es extraño y casi premonitorio, pero sucede muy a menudo que al enterarnos de la existencia de algo que juraríamos nunca haber escuchado o visto en nuestras vidas, nos topamos con ello una o más veces los días consiguientes. Bien así, mi amigo que siempre aporta algún dato curioso, nos hizo saber que a ésta clase de perros que “ataca pero no suelta”, hay que cruzarle las patas traseras para que así, libere a su víctima. Al recordar el dato de color, comencé a gritar desde mi ventana “¡crúcenle las patas de atrás!” una y otra vez, mientras el perro aullaba, su dueña gritaba, la dueña del perro negro avergonzada de la situación tironeaba del collar, y el albañil, el jardinero, el gomero, Selva, y varios pares de vecinos observaban la situación escandalizados.
El perro negro se terminó por aburrir y soltó al otro. La dueña del perro viejo arrastró a su amigo fiel hasta la casa de al lado para socorrerlo, la multitud se dispersó y yo me quedé con la intriga de saber si lo de cruzar las patas realmente funcionaba.

Me apuré por terminar de asearme mientras le charlaba a Ceglu y agradecía que no había sido él el maltratado.
Salí de casa, y tras cerrar la reja, las vecinas de enfrente que hablaban con la dueña del perro malo, me avisaron como restableciendo el orden en el universo: “no te asustes por los gritos, eran dos perros que se peleaban nada mas, esta todo bien”. A lo que yo le respondí que había presenciado la pelea desde el balcón. La dueña del perro negro, escandalizada, hablaba con un tono de voz elevado mientras daba razones de lo más descabelladas y culpaba al guardia de la esquina por no estar preparado y tener un balde de agua a mano, “para eso están, ¿o no? ¿Para que les pagamos si no es para ayudar? esto es su culpa”. A lo que el guardia respondía desde la esquina con un gesto de brazo alzado y falta mal cobrada. “¿No te parece a vos?” me inquirió la señora.
Resolví escabullirme de la situación lo más diplomáticamente posible, y encogiéndome de hombros y con una sonrisa de lado me alejé pensando que la señora en cuestión sabía perfectamente que a su perro había que pasearlo con bozal, que era una descarada al tratar de culpar al guardia que no tiene ni baño, ni canilla en esa esquina, y que la señora era, indefectiblemente, una pelotuda.