jueves

De los animales y sus mascotas

Tras innumerables discusiones nos resignamos por llamarlo Cegled, nombre de fábrica con el cual nos fue entregado. Nombre, por el cual se gastaron minutos preciosos; minutos y horas deletreando y pronunciando moduladamente “Ce-gled”, para que éste o aquel invitado, amigo de la familia o curioso transeúnte amante de la especie, comprenda que sí, en efecto, así se llama mi peludo amigo. Ceglu, como nos gusta llamarlo en la intimidad, es un Vizla modelo 2002, es decir que a pesar de haber perdido el brillo de la novedad y la ternura de la juventud, se está convirtiendo en un clásico.
Cuando en ocasiones me encuentro a solas con él, solemos tener conversaciones profundas, trascendentales e incluso de un calibre filosófico envidiable. Es como muchos otros, un confidente fiel de quien necesita descargarse y conservar la razón en el asunto mientras lo hace.

Así bien, me encontraba una mañana, hace no muchas mañanas atrás, conversando con Cegled acerca de la falta de escrúpulos de algunas gentes. De cómo con la edad devienen libertades y así también responsabilidades, y de que tomarse las libertades sin luego hacerse cargo de las consecuencias, es simplemente, una grandísima sandez.
Sentado sobre sus patas traseras me escuchaba con atención, y sus ojos miel, grandes como dos nueces me seguían atentos mientras me paseaba colérica por el pasillo que va del baño a la habitación. “Vos me entendés, ¿no Ceglu?, o sea, ¡no podes ser tan pelotudo!, porque una cosa es que seas mala persona, que me revientan las malas personas, pero otra cosa muy distinta es ser un pelotudo. De las malas personas siempre sabes que esperar, pero los pelotudos nunca sabes con que te van a salir, y lo peor es que ¡no lo hacen con maldad!, ¡lo hacen de pelotudos!”
Con la boca llena de rabia mentolada y agitando el cepillo de dientes en el aire, como quien sostiene una espada y con oratoria envidiable dirige un ejercito de valientes a la batalla, me explayaba monótona y soezmente acerca de una pelotuda que conocía, mientras mi lindo perrito escuchaba con atención y asentía con una solemnidad inmóvil que solo un dueño sabe apreciar.
Nos interrumpió un escándalo que venía de la calle, y curiosa me acerqué al balcón de mi habitación para enterarme que estaba sucediendo.

Resultó ser que de la otra vereda, justo enfrente de mi vecina Selva, que perfectamente prolija combinaba sus botas de cuero color arena con una campera a tono, un perro atacaba a otro por el cuello.
Dos señoras de alrededor de sesenta años paseaban a sus mascotas cuando una de ellas, una bestia negra de pequeñas orejas puntiagüdas, con mandíbula redonda y cara aplastada, que a mi parecer era portador de una dentadura de más de cien piezas, tomó por el cuello al otro. La segunda mascota, un perro de raza perro ya entrado en edad, de color del calzado de mi vecina, emitía un sonido que me asemejaba al de una foca mientras era tironeado por una correa y zarandeado del cuello por los mil dientes del perro negro. La dueña del perro atacado gritaba en alaridos estremecedores “¡basta, basta, por favor, basta!” mientras la otra dueña sostenía a su Pitbull por el collar que le vestía el cuello.

Uno por uno, atraídos por los alaridos, los vecinos se fueron acercando a la escena. Un gomero que transitaba la calle le revoleó por la cabeza una llanta de auto al atacante sin producir el más mínimo efecto. De la casa de mi vecina salió un albañil portando un aerosol, y con muchísima cautela y cagado hasta las patas, se lo aplicó en los ojos al perro. Nada de nada, el perro no soltaba a su víctima. De lo de Selva, detrás del albañil aparece el jardinero cargando un balde de agua helada que vació sobre los perros, logrando únicamente que el perro negro sacudiera una vez más al otro y que su dueña entrase en un estado de histeria aún mayor.
El pobre animalito que estaba siendo masticado por esas fauces en forma de trampa para osos, emitía unos aullidos desgarradores, que acompañados por los gritos desesperados de su dueña hacían que se me revolviese el estómago. No lograba ver la situación con total claridad, pero ya podía casi imaginativamente visualizar un charco de sangre negra que rodeaba al can dorado. A mi lado, Cegled ladraba desde el balcón.

Recordé que la noche anterior, en una cena de amigos en la cual elegantemente devoramos pizza barata de servilletas de papel y bebimos cerveza del pico, alguien habló sobre perros.
Es extraño y casi premonitorio, pero sucede muy a menudo que al enterarnos de la existencia de algo que juraríamos nunca haber escuchado o visto en nuestras vidas, nos topamos con ello una o más veces los días consiguientes. Bien así, mi amigo que siempre aporta algún dato curioso, nos hizo saber que a ésta clase de perros que “ataca pero no suelta”, hay que cruzarle las patas traseras para que así, libere a su víctima. Al recordar el dato de color, comencé a gritar desde mi ventana “¡crúcenle las patas de atrás!” una y otra vez, mientras el perro aullaba, su dueña gritaba, la dueña del perro negro avergonzada de la situación tironeaba del collar, y el albañil, el jardinero, el gomero, Selva, y varios pares de vecinos observaban la situación escandalizados.
El perro negro se terminó por aburrir y soltó al otro. La dueña del perro viejo arrastró a su amigo fiel hasta la casa de al lado para socorrerlo, la multitud se dispersó y yo me quedé con la intriga de saber si lo de cruzar las patas realmente funcionaba.

Me apuré por terminar de asearme mientras le charlaba a Ceglu y agradecía que no había sido él el maltratado.
Salí de casa, y tras cerrar la reja, las vecinas de enfrente que hablaban con la dueña del perro malo, me avisaron como restableciendo el orden en el universo: “no te asustes por los gritos, eran dos perros que se peleaban nada mas, esta todo bien”. A lo que yo le respondí que había presenciado la pelea desde el balcón. La dueña del perro negro, escandalizada, hablaba con un tono de voz elevado mientras daba razones de lo más descabelladas y culpaba al guardia de la esquina por no estar preparado y tener un balde de agua a mano, “para eso están, ¿o no? ¿Para que les pagamos si no es para ayudar? esto es su culpa”. A lo que el guardia respondía desde la esquina con un gesto de brazo alzado y falta mal cobrada. “¿No te parece a vos?” me inquirió la señora.
Resolví escabullirme de la situación lo más diplomáticamente posible, y encogiéndome de hombros y con una sonrisa de lado me alejé pensando que la señora en cuestión sabía perfectamente que a su perro había que pasearlo con bozal, que era una descarada al tratar de culpar al guardia que no tiene ni baño, ni canilla en esa esquina, y que la señora era, indefectiblemente, una pelotuda.

No hay comentarios: